Campanario de Burriana visto desde abajo junto a la iglesia, con cielo azul y ramas en primer plano.

Burriana tiene una silueta que se reconoce desde lejos. No hace falta GPS ni mapas cuando, desde la carretera o desde el mar, se divisa el perfil inconfundible de su campanario, el Templat, erguido junto a la iglesia de El Salvador como un guardián de piedra. Pero esa torre que hoy parece eterna no siempre estuvo ahí. O mejor dicho: sí estuvo, pero un día cayó. Y lo que ocurrió después no fue solo una reconstrucción. Fue una promesa cumplida. Una herida cerrada con dignidad.


Una torre con historia

El campanario original se empezó a levantar en 1363, dentro del programa de fortificaciones impulsado por el rey Pere IV de Aragón. Era una torre fuerte, sí, pero también reloj público y señal de comunicaciones. En sus inicios, estaba separada de la iglesia, con dos puertas: una que daba al exterior —la que sigue en uso—, y otra que hoy conecta con el interior del templo, pero que antes estaba a los pies del edificio.

Su base gótica, de piedra de sillería, albergaba una escalera de caracol que conducía a una sala de campanas de ocho ventanales. Pero en el siglo XVII, tras sufrir graves daños —quizás por un terremoto—, esa parte superior fue derribada y sustituida por un cuerpo barroco, siguiendo la moda que se extendía por La Plana y el Maestrat. Se reutilizaron elementos góticos, como las gárgolas, y se conservó su estructura defensiva.

Durante siglos, la torre fue más que arquitectura. Era el punto de referencia, el que marcaba las horas, las alertas y las celebraciones. El campanario no hablaba, pero su silencio nunca era neutro.


El estallido de 1938

El 5 de julio de 1938, la historia de Burriana dio un vuelco. En plena retirada republicana, el campanario fue dinamitado con 32 cargas de explosivo, en una operación militar que buscaba evitar que sirviera como torre de observación al enemigo. El estruendo se oyó en toda la Plana. Tres explosiones hicieron temblar la ciudad, y lo que hasta entonces era el punto más alto de Burriana quedó reducido a escombros.

Fachada principal de la iglesia de El Salvador en Burriana tras la voladura del campanario en 1938, con escombros en el suelo, cables colgando y graves daños estructurales visibles en los muros. Imagen en sepia mejorada digitalmente.

Solo quedaron en pie unos pocos metros del primer cuerpo. Las casas cercanas a la plaza y al Pla quedaron afectadas, y la iglesia de El Salvador y su capilla de la Comunión perdieron buena parte de su cubierta. Durante años, la torre fue ausencia. Y las campanas, silencio.


Una reconstrucción con nombre propio

Pasaron los años, y en 1942, cuando el dolor ya no era tan reciente pero seguía ahí, mosén Elías Milián, párroco de El Salvador, decidió que la torre debía volver a levantarse. Sabía que no se trataba solo de una cuestión arquitectónica. El campanario era parte de la ciudad, de sus ritos y de su memoria.

Confió la dirección técnica al arquitecto municipal Enrique Pecourt Betés, pero también escuchó y apoyó las ideas del carpintero-artesano Vicente Piqueres Martí, que jugó un papel clave en la ejecución del proyecto. No solo construyó: propuso soluciones y adaptaciones que hicieron posible una obra compleja con medios modestos.

Retratos de Vicente Piqueres Martí y Enrique Pecourt Betés, figuras clave en la reconstrucción del campanario de Burriana, sobre fondo negro con una pieza ornamental de piedra entre ambos.


Piedra sobre piedra, metro a metro

La reconstrucción fue fiel al estilo original, pero también innovadora:

  • Se mantuvo la base maciza de unos seis metros y se construyó un doble muro: exterior de piedra (50 cm) e interior de ladrillo (30 cm), con un relleno de mampostería de hormigón.

  • En el interior del muro se integró una escalera helicoidal, y el espacio interior se dividió en bóvedas concrecionadas que creaban departamentos entre niveles.

  • Desde la sala de campanas, una escalera de caracol metálica permitía el acceso a la terraza.

  • La ornamentación fue reproducida con precisión, respetando los elementos originales que se habían documentado o conservado.

Imagen histórica en sepia de la reconstrucción del campanario de Burriana en 1945, con operarios trabajando en la cúpula mientras la torre aún muestra su estructura incompleta.

Y se tomó una decisión simbólica: aumentar su altura. El nuevo campanario alcanzaría 51,10 metros, más alto que Santa Catalina o incluso el Miguelete. No por rivalidad, sino como acto de afirmación. Burriana no solo reconstruía su torre: la elevaba más que nunca.


Noviembre de 1945: vuelve el sonido

Tres años después, en noviembre de 1945, la torre volvió a estar completa. Las campanas, refundidas y restauradas, fueron colocadas y repicaron de nuevo. El Nostre Senyor, Sant Blai, Mare de Déu, Crist del Salvador… cada nombre, un eco del pasado que volvía al presente.

Campanas del campanario de Burriana vistas desde el interior de la sala de campanas, con cielo azul de fondo y detalles arquitectónicos de piedra.
No era una inauguración cualquiera. Era el cierre de una herida colectiva. Una ciudad que había perdido su voz pública la recuperaba. Más fuerte, más alta, más consciente de su historia.


Una cicatriz que no se esconde

Quien sube hoy al campanario puede ver claramente la diferencia de materiales entre la parte original y la reconstruida. No se oculta. Es una cicatriz visible, un testimonio arquitectónico de lo que ocurrió. La memoria, como las torres, también necesita cimientos.


Más que piedra

El campanario de Burriana es hoy un símbolo que no necesita adornos. No lo levantó una gran empresa, ni lo inauguró una estrella. Lo reconstruyeron un cura que entendía a su gente, un artesano que conocía su oficio, un arquitecto que respetó el pasado y un pueblo que no quiso quedarse sin su voz.
Cada vez que suenan las campanas, no solo marcan la hora. Nos recuerdan que hay cosas que caen, pero no desaparecen.

Si conoces más datos, anécdotas familiares o imágenes antiguas sobre el campanario de Burriana, o detectas algún detalle que deba corregirse o completarse, no dudes en compartirlo. Esta historia es de todos, y sigue viva.


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