Sobres sobre una mesa de madera oscura, uno con billetes de 50 euros y otro rotulado con "CORRUPCIÓN POLÍTICA".

En este país hemos convertido la indignación en rutina. Nos escandalizamos un día, lo comentamos en la barra del bar, y al siguiente volvemos a votar al mismo partido. “Total, todos roban”. Y claro, con razón. Porque llevamos más de 30 años viendo cómo los que llegan al poder, de un color u otro, acaban metiendo la mano en la caja, favoreciendo al colega, enchufando al primo o adjudicando contratos como quien reparte barajas marcadas.

Y lo peor no es que pase. Lo peor es que no pasa nada.

El poder como excusa para pisotear lo público

Aquí da igual que llegues con la bandera de la libertad, la justicia social o el “vamos a regenerar”. En cuanto se pisa moqueta, se activa algo. El coche oficial, la tarjeta opaca, el sobresueldo en dietas, los pactos en despachos cerrados, los sobres… y luego, si te pillan, a tirar de manual: “es un ataque político”, “yo no sabía nada”, “es una campaña mediática”.

Los últimos escándalos que ha destapado la UCO no son una excepción. Son la confirmación de que esto no se ha ido. Está más vivo que nunca. Operaciones como el caso Koldo, el caso Begoña Gómez, las tramas de contratos COVID o los nuevos informes sobre adjudicaciones irregulares en gobiernos autonómicos no solo huelen mal, es que apestan. Empresarios amigos que se forran con adjudicaciones exprés, ministerios que no controlan a quién benefician y una red de favores que parece escrita por un guionista de cine negro. Todo con dinero público. Con tu dinero. Con el mío.
Y ojo: hablamos de investigaciones en curso, no de condenas. Pero el hedor, aunque legalmente provisional, socialmente es insoportable.

Y mientras, silencio. O peor: teatro parlamentario, rifirrafes calculados, y portavoces que se indignan como si no supieran cómo funciona la maquinaria desde dentro.

Aforados y blindados: el club de los intocables

¿Sabes cuántos cargos están aforados en España? Más de 2.000. ¿Te suena a democracia avanzada o a aristocracia encubierta?

El aforamiento, en teoría, era una herramienta para proteger a los cargos públicos de denuncias infundadas. En la práctica, se ha convertido en una alfombra donde esconder la mierda. Si robas siendo político, no te juzga un juez normal. Te juzga el Supremo. Y ya sabemos lo que tarda eso. Y lo difícil que es que acabe en algo concreto.

Es una burla. Un sistema diseñado para proteger al poder, no para controlarlo.

¿Y si empezamos a castigar de verdad?

¿Tanto cuesta entender que quien gestiona lo público debería tener el doble de responsabilidad? Aquí, si un cajero mete mano en la caja, va al juzgado en tres días. Si un político firma una adjudicación fraudulenta, igual ni se le investiga. O tarda diez años en ir a juicio. Y para entonces, ya está jubilado o recolocado en una empresa del IBEX.

Propongamos algo sensato por una vez: penas más duras para los que delinquen desde el poder.
¿No lo hacemos con los policías, jueces o militares? Pues lo mismo. El que abusa desde el cargo debería pagar más. No menos.

Porque si no, el mensaje es claro: la corrupción compensa.

Y también hay que ir a por el que paga

Aquí hay una parte que siempre se cuela por la puerta de atrás: el que paga la mordida. El empresario, el constructor, el intermediario. El que pone el maletín en la mesa. Ese sinvergüenza que no solo participa del delito, sino que lo provoca y se beneficia de él.

Pues a ese también hay que ir a por él. Con la misma contundencia.
Porque si al que paga le sale rentable la jugada, esto no se acaba nunca.
Multas de verdad, inhabilitaciones reales, sanciones económicas que les duelan. Y si hay que cerrar la empresa por corrupta, se cierra. Que la próxima vez se lo piense dos veces antes de comprar favores.

Sin corruptor no hay corrupto. Y sin castigo, hay negocio.

Transparencia de escaparate

Leyes de transparencia, portales institucionales, promesas de regeneración… todo humo. La realidad es que:

  • Las solicitudes de información se ignoran o se retrasan eternamente.

  • Las reuniones con lobbies ni se anotan.

  • Las puertas giratorias siguen abiertas de par en par. ¿Cuántos exministros están ahora en consejos de empresas que antes regulaban?

El sistema está montado para que no se vea. Y cuando se ve, se tapan unos a otros.

¿Qué se puede hacer? Sí, hay soluciones, pero hace falta voluntad (y huevos)

Ya basta de reformas cosméticas. Aquí van algunas ideas que de verdad cambiarían las cosas:

  • Suprimir el aforamiento. Si robas, que te juzgue como a cualquier hijo de vecino.

  • Mandatos limitados y sin reelecciones eternas. Cuanto más tiempo en el cargo, más tentaciones y más favores que devolver.

  • Castigo ejemplar al corrupto con cargo. Con agravantes, sin beneficios, y con devolución íntegra del dinero robado.

  • Autonomía real para los organismos de control. Sin presiones políticas, con medios, y con capacidad sancionadora.

  • Veto a trabajar en empresas relacionadas durante años. Nada de “ahora soy asesor estratégico de la energética a la que di la concesión”.

  • Sanciones severas a los corruptores. Nada de multas simbólicas. Que no les salga a cuenta.

¿Nos cabreamos o nos callamos?

Este país no necesita más escándalos. Ya tenemos de sobra. Lo que hace falta es que nos indignemos de verdad. Que el cabreo no se quede en el bar ni en el meme de Twitter. Que exijamos una política decente, sin blindajes, sin privilegios, sin chanchullos. Y sin impunidad para el que compra el favor, no solo para el que lo vende.

Porque si seguimos tragando, seguirán robando.
Y si seguimos votando a los mismos con la nariz tapada, no cambiará nada.

La corrupción no es una maldición bíblica. Es un sistema que se mantiene porque lo permitimos.

¿Vamos a seguir haciéndolo?


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