Hay barcos que no solo cruzan océanos, también cruzan destinos.
El Cavour no fue una leyenda de los mares, ni figura en postales ni libros escolares. Sin embargo, su historia, tejida a base de errores, cambios de rumbo y naufragios, conecta de forma asombrosa con algunas de las páginas más oscuras de la historia naval moderna. Desde Nueva York hasta el Ebro, su trayectoria parece marcada por un imán de tragedias.
Una vida de nombres y cicatrices
Todo comenzó con otro nombre: Florida. Botado en 1905, este vapor italiano formaba parte de una serie de barcos gemelos pensados para un propósito concreto: transportar emigrantes europeos —en su mayoría italianos— hacia América. Era la época de las grandes esperanzas al otro lado del Atlántico, y estos barcos eran poco más que trenes flotantes de tercera clase.
Pero el Florida ya llevaba mala estrella desde el principio. En enero de 1908, en plena ruta hacia Nueva York, colisionó con el Republic, un lujoso transatlántico de la White Star Line. El choque ocurrió a 250 millas de la costa estadounidense y fue uno de los peores de la época: murieron pasajeros en ambos barcos, y el Republic acabó hundido tras más de dos días de agonía.
Fue también el primer gran rescate coordinado gracias a una señal de SOS enviada por radio, una innovación de la época. El Florida, con su proa destrozada, consiguió llegar a puerto. Tras meses de reparaciones en dique seco, fue rebautizado como Cavour. Pero ni el nombre nuevo pudo desviar su destino.
Un viaje final con las luces apagadas
Casi una década después, en plena Primera Guerra Mundial, el Cavour navegaba por el Mediterráneo cumpliendo una de sus rutas habituales. Transportaba 117 pasajeros y una tripulación que elevaba a 300 el total de personas a bordo. No era un barco de combate, pero en tiempos de guerra, hasta los vapores emigrantes podían ser objetivos.
El 12 de diciembre de 1917, el Cavour avanzaba con las luces apagadas, como dictaban las normas para evitar a los submarinos alemanes. A unas 20 millas del delta del Ebro, ocurrió lo impensable: chocó con uno de sus propios barcos escolta, el Caprera, un mercante artillado. El golpe fue letal.
El capitán, Silvano Manganao, intentó acercarse a la costa y embarrancar en la playa de l’Hospitalet de l’Infant. Pero el barco no aguantó. Se hundió a solo dos millas de tierra firme, sin que se produjeran víctimas mortales. El mar fue clemente por una vez.
Un destino marcado por el desastre
Aunque ese fue su naufragio definitivo, el Cavour ya arrastraba un historial turbulento. Como Florida, había vivido uno de los accidentes más sonados del Atlántico. Y ahora, como Cavour, sumaba otro episodio a su cadena de mala suerte.
Pero la historia no termina ahí. Lo más curioso es que muchos de los marineros que sobrevivieron al choque entre el Florida y el Republic acabaron embarcados años más tarde en el Titanic. También de la White Star Line. También hundido. Y también dirigido por el mismo capitán que había visto caer al Republic: Edward G. Smith.
Como si el mar hubiera seguido un rastro invisible de fatalidad, tres barcos quedaron unidos por el destino: el Florida-Cavour, el Republic y el Titanic.
El silencio de los metales bajo el mar
Hoy, los restos del Cavour siguen en el fondo del mar frente a L’Ametlla de Mar. Buceadores y pescadores lo conocen como El Correo. Durante décadas fue desmontado plancha a plancha por chatarreros locales, que lo desguazaron usando dinamita y esfuerzo manual. Nada de soldaduras: todo era remachado, todo a la antigua. Una tarea lenta, casi ritual, que lo fue borrando del mapa.
Y sin embargo, su historia sigue ahí, unida al mismo hilo que llevó al Republic a convertirse en tumba y al Titanic en mito.
Como si eso fuera poco, el propio Caprera, el barco con el que colisionó, fue hundido poco después por un submarino alemán. Y el otro escolta del convoy, rebautizado como De Muel Barrows, también terminaría bajo las aguas en la Segunda Guerra Mundial, cerca de la costa de Nueva York.
El barco que quiso escapar de su destino, pero no pudo
El Cavour intentó esquivar su suerte: cambió de nombre, de océano, de propósito. Pero nada fue suficiente. Como si el mar tuviera memoria, lo reclamó una noche oscura, no por el fuego enemigo, sino por un error. Un accidente más en una historia de accidentes.
Hoy, nadie recuerda al Cavour en los manuales. Pero bajo las aguas de Tarragona, su sombra sigue ahí, como un testigo de los naufragios que no llenaron portadas pero marcaron la vida de cientos de anónimos viajeros.
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