Hubo un tiempo —ni mejor ni peor, solo distinto— en que Burriana no necesitaba festivales, ni Instagram, ni DJ internacionales para montar un fiestón. Solo necesitaba un sitio: Yucas.
Porque Yucas no fue solo una discoteca. Fue un ritual colectivo. Un lugar donde generaciones enteras aprendieron lo que era bailar, desmadrarse, enamorarse, hacerse mayores y al mismo tiempo no crecer nunca. Un sitio que tuvo dos etapas, mil vidas, una estética propia y una personalidad tan fuerte que casi 30 años después de su cierre sigue presente en la memoria colectiva de toda una ciudad. Y de media provincia, si nos ponemos finos.
Todo empieza en 1977, con un nombre hortera y una marabunta en la puerta
Lo de "Yuca’s" con apóstrofe sonaba más a restaurante tex-mex que a discoteca mítica, pero se perdona. Era septiembre del 77, plenas fiestas de la Misericòrdia, y la cosa prometía. Dicen que abrieron primero para las autoridades (cosas de la época), pero en cuanto se fue el último concejal entró una avalancha que dejó el local “a reventar”. Literalmente.
Fue un pistoletazo de salida inesperado para una discoteca que acabaría definiendo la noche en Burriana durante casi dos décadas.
La época dorada: funky, luces y DJs con criterio
En los 80, Yucas era otra cosa. Abría todos los días. Todos. Los. Días. Y funcionaba. No era un garito más, era el sitio donde se escuchaban cosas que no sonaban en ningún otro lado. Porque allí pinchaba gente como Vicente García, que traía vinilos directamente de EE.UU., cuando eso no era nada normal. Funky, soul, disco… todo con elegancia. Nada de pachanga. Y si sonaba algo comercial, era porque lo habías escuchado allí antes que en la radio.
Por la cabina pasaron nombres como Gus, Juanca, Xaby 99, Miguel El Divino… y hasta un novillero reconvertido en DJ. Porque en Yucas, las etiquetas duraban lo que un beat.
Y luego estaban los detalles que no se olvidan: los abanicos fluorescentes, los palitos de neón, los sorteos de champán desde cabina. Y sobre todo, esa sensación de que estar en Yucas te daba puntos de vida. Salías sudado, afónico y feliz. Y sin que nadie te grabara bailando mal.
1.000 pesetas. Eso costaba la noche entera
No es nostalgia barata: la fiesta era más accesible. Con 500 pesetas entrabas y te tomabas algo. Con 1.000, tenías para bailar, beber, comer algo en “Chicos” y volver a casa con algo de dignidad. Hoy con 15 euros te dan las gracias.
Y por si fuera poco, si tenías suerte te tocaba la botella de champán. Se sorteaba a mitad de sesión. Un clásico. Un trofeo. Un momento que todo el mundo recuerda aunque casi nadie lo ganara.
El incendio que lo cambió todo (pero no lo tumbó)
Una madrugada cualquiera, el local ardió. Se salvó de milagro porque el hijo de la dueña lo olió a tiempo. El fuego dejó huella, pero en lugar de hundirse, lo convirtieron en parte de la estética. Redecoraron el techo simulando llamaradas. Vanguardia en Burriana, año 80 y pocos. Y volvió a triunfar. Porque Yucas, incluso medio quemada, seguía siendo Yucas.
Cuando cambió el guion (y la música)
En los 90, la cosa viró. Tica, fundadora del local, decidió que ya había trasnochado bastante. Cedió el mando a Gino y Gus, dos figuras conocidas en la escena. Y ahí comenzó la segunda vida de Yucas: más electrónica, más oscuros, más “murciélago”, como decían por influencia de Spook o The Face.
Seguía entrando gente a paladas. Autobuses llegaban desde Valencia, Castellón, pueblos del interior. Muchos se quedaban a cenar en Burriana para no perderse la sesión nocturna.
Pero el local, en pleno centro, empezaba a ser un marrón. Ruidos, quejas, presiones. Así que abrieron Terminal, en el puerto. Y ahí ya era el combo perfecto: sesión de tarde en Yucas, sesión de noche en Terminal. Miles de personas entre los dos. Una coreografía de juventud con muchas ganas de no irse nunca a casa.
El final (y la reconversión que nadie esperaba)
En 1995, bajaron la persiana. La noche estaba cambiando. Más normas, más controles, menos margen. Y también menos inocencia. El local pasó a manos de un empresario local que, con los años, ha decidido reconvertirlo en un museo taurino. Sí. Has leído bien. De templo del desfase a santuario del toro.
Y claro, eso duele. Porque por muy taurino que seas, hay que tener estómago para ver en ese edificio vitrinas con trajes de luces donde antes flotaban abanicos fosforitos.
Pero así va la vida: donde antes sonaba Stevie Wonder, hoy huele a albero.
El mito sigue
Yucas no ha muerto. Se ha transformado en recuerdo. En vídeos de YouTube. En grupos de Facebook con más de 2.000 nostálgicos que aún comparten fotos, canciones, entradas rotas. En fiestas remember que siguen llenando salas donde suenan las mismas canciones que entonces. En podcasts como Borrianeries, que devuelven vida a una época que no vuelve, pero que nadie quiere soltar del todo.
Y eso, al final, es la prueba de que Yucas no fue solo un sitio donde bailar. Fue un lugar donde pasar cosas. Y donde uno se descubría a sí mismo entre neones y bajos profundos.
¿Y ahora?
Pues ahora se cumplen casi 50 años de aquella primera marabunta. Y sí, lo que era Yucas será un museo. Pero el verdadero museo está en las cabezas de quienes lo vivieron. En las canciones que siguen activando un resorte interno. En las fotos borrosas. En el olor a humo (de máquina de niebla, se entiende). Y en esa certeza íntima de que la mejor noche de tu vida —o al menos la más épica— pasó allí.
¿Tú también tienes tu historia de Yucas? ¿Fuiste de los que bailaron hasta cerrar? Cuéntala. Lo que no se escribe, se borra.
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